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.Después continuaron hasta que se terminaron las casas y empezaba el campo de aviación de Kastrup; allí torcieron hacia la derecha y bajaron hasta la playa.Jens descubrió en la orilla un bote verde de plástico semidestruido y estuvo jugando con él mientras sus padres se sentaban sobre el césped y contemplaban sus hazañas.Por fin, el niño se cansó y organizó una expedición en busca de tesoros abandonados.Encontró un cartón de leche, una lata de cerveza vacía y un preservativo, y le sentó muy mal que sus padres le obligaran a tirarlo todo cuando fue a mostrarles sus trofeos.Su padre le llamó entonces, y en aquel preciso instante descubrió algo misterioso que las olas habían arrastrado hasta la playa.Parecía una caja, y a él se le antojó el cofre de algún remoto tesoro.Pegó un brinco y la alcanzó.Su padre se la arrebató, el chico protestó un ratito pegando gritos, pero terminó desistiendo cuando comprobó que sus quejas resultaban absolutamente inútiles.Los padres de Jens estuvieron observando la caja, que estaba empapada y que parecía haber perdido parte e una etiqueta que llevaba pegada al grueso cartón.Aun así no se había deformado, y la tapa no había sufrido desperfectos.Mirando más de cerca vieron que sobre la tapa había una inscripción que rezaba:«ARMINIUS 22.»Inmediatamente debajo, en letras más pequeñas:«Made in West Germany.»La caja despertó su curiosidad.La abrieron con mucho cuidado para no estropear la tapa, y vieron que su interior estaba ocupado por un bloque de materia sintética de esa que consiste en millares de bolitas de poliestireno prensadas, bolitas que por aquel entonces revoloteaban a millones por las playas de Öresund, Östersjön y Nordsjön.En la parte superior del bloque sintético se distinguía el perfil recortado de un revólver de cañón muy largo y otro perfil que no supieron reconocer.—Una caja de pistola de juguete —dijo la mujer encogiéndose de hombros.—No digas tonterías —rechazó el marido—; en esta caja ha habido un revólver de verdad.—¿Cómo lo sabes?—En la tapa pone la marca y todo: un Arminius del veintidós.Y mira aquí, aquí había otra culata, por si se quería disparar con mayor exactitud.—¡Puaj! Me dan miedo las armas de fuego.El marido se rió, pero no tiró la caja, sino que la llevó consigo mientras seguían paseando.—Sólo es un estuche, mujer; no hay nada que temer.—Lo que tú quieras, pero imagínate que ese revólver o esa pistola hubiera seguido ahí, y cargada, y Jens la hubiera visto y…El marido rió y acarició a su mujer en la mejilla.—¡Tú y tus fantasías! Si el revólver hubiera estado aquí, este estuche no hubiera llegado flotando hasta la playa; un veintidós es un trasto muy pesado.Además, estoy seguro de que aquí no había ninguna pistola cuando tiraron esto al agua.Nadie tira un revólver, con lo caros que van…—A no ser que un gángster quisiera hacer desaparecer el arma.Imagínate que… —La mujer calló de pronto y estiró la manga a su marido—.Imagínate que fuera así.Más valdría llevar esto a la policía.—¿Estás loca? ¿Y que se rían de nosotros?Caminaron de nuevo.Jens iba dando saltos delante de sus padres, olvidado totalmente su último tesoro.—Sí, bueno, pero de todas maneras nunca se sabe; no hacemos ningún mal llevando esto a la policía.La señora era tozuda, y su marido, que tenía diez años de experiencia en su tozudez, sabía que normalmente daba mejores resultados seguirle la corriente que llevarle la contraria.Y así fue como, un cuarto de hora más tarde, el inspector auxiliar Larsen, de la policía de Dragör, vio cómo se formaban pequeños charcos sobre su escritorio a medida que se escurría el agua de un estuche de revólver made in West Germany.23Así como el lunes y el martes habían ocurrido un montón de cosas, el miércoles no ocurrió nada en absoluto.Por lo menos, nada que pudiera ayudar en la investigación.Cuando Martin Beck se levantó por la mañana, tuvo la sensación de que iba a ser un día extraño.Se sentía insatisfecho y sin ganas de hacer nada.Se durmió tarde y se despertó temprano, con mal sabor de boca y la cabeza llena de ideas revueltas.En la jefatura de policía se respiraba el mismo ambiente de indolencia.Mansson meditaba en silencio mientras hojeaba una y otra vez sus papeles y destrozaba sus eternos palillos entre los dientes.Skacke parecía derrumbado y Backlund se limpiaba las gafas con cara de fastidio.Martin Beck sabía por experiencia que en todas las investigaciones difíciles había días como aquel, que podían prolongarse e incluso durar semanas hasta que, a veces, no había forma de salir del embrollo.El material de que disponían para trabajar no les servía para seguir adelante; todos los caminos estaban bloqueados y todas las pistas desembocaban en una nada vacía y absoluta.Si se hubiera dejado llevar por sus instintos, lo hubiera echado todo a rodar, hubiera cogido el tren a Falsterbo, se hubiera tumbado en la playa y hubiera tomado el sol aprovechando que, una vez en la vida, hacía tan buen verano.Los periódicos de la mañana daban temperaturas de más de veinte grados —del agua, se entiende—, lo que realmente es mucho para las aguas del Östersjön.Pero, en fin, un comisario de homicidios como Dios manda no se marcha así, y menos en plena cacería de un asesino.Todo resultaba extraordinariamente irritante
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